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RHAEGAR TARGARYEN
El día había
amanecido lluvioso. La humedad siempre presente en Harrennhal se había
condensado, dejando caer a primera hora de la mañana gotas grandes y pesadas,
como si todavía recordara el cielo los horribles hechos que habían acaecido a
sus moradores durante siglos desde su construcción y la llegada de los dragones.
Aún así la fiesta proseguía y en Harrentown
ignorantes de los tejemanejes que se llevaban los nobles en lo alto del
acantilado, los ciudadanos observaban intranquilos la llegada de los
estandartes rojos y negros: sangre y fuego, rezaban. Era como si todavía
pudieran recordar que aquellos eran los descendientes de los que habían
calcinado a toda la familia de Harren el Negro en su propia torre, nada más
finalizar su construcción.
Tan orgulloso
como hermoso, trayendo el recuerdo a aquellas gentes, en el centro de la
formación frente al carromato que transportaba a toda su familia, Rhaegar
Targaryen, hijo de Aerys el loco, viajaba. Vestía una armadura brillante que
resaltaba el color de sus ojos violetas, el cabello tan rubio que parecía
blanco, lo llevaba recogido y su frente estaba hermosamente adornada por una
diadema de oro y brillantes que destacaba frente a su sobrevesta roja y negra.
-¡El príncipe
Rhaegar Targaryen! ¡Hijo de Aerys, el segundo de su Nombre, Rey de los siete
reinos, protector del Reino!
El aludido
bostezó ligeramente, escondiendo aquel gesto tras su guantelete plateado, la
gente había formado una larga fila y ahora se inclinaba doblando la espalda
ante su paso. Probablemente y si los rumores no habían sido suficientemente
rápidos, su presencia era toda una sorpresa.
Rhaegar Alzó los
ojos y miró hacia lo alto del acantilado que se elevaba sobre el mar y sobre el
pueblo, los estandartes de los siete reinos se mecían bajo la tempestad que se
aproximaba desde el océano que descargaba la furia sobre su armadura y su caballo,
haciendo cada vez más pesada la capa que llevaba a su espalda. A pesar de ello,
el príncipe no se cubrió la cabeza con la capucha.
Tiró de las riendas
ligeramente para ponerse a la altura del carromato y esperó a ver el rostro de
su mujer, Elia Martell, para inclinarse ligeramente y sonreír a la criatura que
llevaba entre los brazos. Solo entonces miró a su esposa.
-Vas a
participar-no era una pregunta, el príncipe ignoró su ligera irritación y observó con detenimiento
a un hombre alto y ancho de espaldas, de pelo negro azabache entrar en un
burdel. Sonrió divertido.
-¿No era ese
Robert Baratheon? ¿No se había comprometido con Lyana Stark? Me pregunto que
dirán sus hermanos
-¿Los de ella o
los de él?-preguntó Elia con sarcasmo, acercó el niño a su pecho y comenzó a
darle de mamar.
Él soltó una
sonora carcajada y retrasó más su caballo, dirigiendo una mirada violácea
despectiva hacia uno de sus sirvientes:
-Haz correr la
voz, mientras los Stark de Invernalia juegan al Juego de Tronos en Harrennhal,
su futuro cuñado quema las calorías de la bebida y el exceso de comida en un
burdel.
Cuando volvió al
carromato la lluvia había cesado, la mujer lo miraba intensamente, aunque una
sonrisa irónica había aparecido en su rostro.
-Cariño, sabes
perfectamente que los Stark no juegan, son demasiado leales, honorables, como
los perros. Me pregunto porque los siete dioses los dejaron gobernar alguna vez
en el norte.
El silencio
regresó a ellos como un manto incómodo, el príncipe obligó a su caballo a
marchar más deprisa hasta alcanzar la parte delantera de la formación y observó
con atención la negra construcción, tratando de imaginarse en una noche oscura
las naves de sus antepasados pisando los siete reinos y enviando por delante a
sus dragones para hacerse dueños de todo.
Cuando por fin
alcanzaron las puertas, la voz había corrido por fin por todo el castillo y
cuando la orgullosa figura del dragón cruzó las puertas, una marabunta de
sirvientes, cortesanos y temerosos vasallos le rindieron cuentas ensalzando la
figura de su padre y de su familia, aunque Rhaegar no desconocía como llamaban
a su padre a sus espaldas.
Miró con
atención a los Stark, que había acudido mientras él desmontaba de su alazán
negro, ignorando la invitación de uno de los sirvientes. Les dedicó una sonrisa
socarrona que probablemente ellos no comprendieron y solo entonces, se acercó
al Lord Whent, señor de la fortaleza, que se frotaba nervioso las manos
mientras se deshacía en halagos y disculpas por el desconocimiento de su
presencia. Aquello provocó que su sonrisa se ensanchara.
-He venido para
participar en el torneo, Lord Whent, necesitaré de sus mejores habitaciones
para mi y para mi familia y por supuesto alojamiento y comida para mis hombres.
Se detuvo,
puesto que sus ojos violetas se habían cruzado con los de una figura menuda que
acababa de hacer acto de presencia en la entrada a la fortaleza. Era joven,
pálida como el mármol, sus ojos grises hablaban de las nieves y del frío del
norte, hablaban del hielo y del muro.
-Lyana
Stark-susurró Rhaegar.
Fueron solo unos
segundos que ambos compartieron y de los que nadie más se percató, su rostro
estaba enmarcado por la tristeza, sus ojos grises habían perdido el brillo que
toda vida contenía y solo le faltaban las lágrimas para destrozar un poco más
su corazón.
Mientras se
volvía hacia Lord Whent, la ira del dragón le encendió el corazón al pensar en
Lord Baratheon, en el burdel de la ciudad, su mano derecha se aproximó al pomo
de la espada, sobre la que se cerró y se abrió, como buscando el mejor camino
para desatar al animal que llevaba dentro y le quemaba las entrañas. Su padre
siempre hablaba de él, pero él nunca lo había entendido, hasta aquel mismo instante.Se juró que de alguna manera, por los siete dioses, libraría a
aquella mujer de las garras del mujeriego y borracho prometido. Tan frágil, tan
inocente, no quería saber que sería de la pobre Lyana en manos de Robert.
Cuando salió al
jardín, el sol había ganado su batalla contra las nubes, el agua se acumulaba
en charcos y la hierba mostraba sus brillos de diamante bajo la luz del sol. Se
había quitado la armadura y las ropas sucias del viaje, ahora vestía con ropas
negras de terciopelo con ribetes dorados, excepto el dragón que adornaba su
pecho y la capa, que estaban bordados con hilos rojos. Se había bañado y
arreglado con cuidado y había enviado a un sirviente con un venado de plata
para averiguar dónde se escondía Lyana Stark. Estaba en el Bosque de los
dioses, acompañando con sus lágrimas el agua caída durante el día.
La encontró
sentada entre las raíces del árbol corazón, cuyo horrible rostro mostraba el
dolor y el horror que había pasado la gente de aquel lugar desde mucho antes de
la llegada de los dragones. Tocaba una pequeña lira, arrancando con sus finos
dedos unos acordes que llenaban el claro, mientras sus ojos derramaban lágrimas
perdidas. Todavía tardó en percatarse de la presencia del príncipe que notó
como la ira desaparecía, amansada por la música.
-No deberíais
llorar, provocaréis con ello que regrese la lluvia para acompañaros.
La mujer se
sobresaltó, pero suspiró aliviada al encontrarse con el príncipe. Sonrió a
medias y se limpió los ojos, trató de levantarse para hacer una reverencia. Pero él se lo impidió, cogiéndola del brazo y obligándola a sentarse a su lado,
ignorando el barro que ahora manchaba sus ropas.
-No paréis, por
favor-dijo señalando su instrumento, ella obediente, comenzó a tocar una
cancioncilla fácil.
-Lo siento,
estoy empezando.
-A mí me gusta.
LYANA
STARK
Al cabo de un
rato de incómodo silencio, sus ojos hinchados por las lágrimas se atrevieron a
mirarle, había cerrado los ojos, como si realmente estuviera disfrutando la
música. Los dedos le dolían, para no parar y poder olvidarlos le dijo:
-¿No me
preguntáis por qué?
-La respuesta es
obvia-le contestó el dragón- por tanto no deseo importunaros. Os gusta vuestro
futuro marido tanto como a mí.
-Cersei me llevó
el otro día a ver uno de sus bastardos y me dijo que en Bastión de Tormentas hay más, muchos más.
Pero no debería hablar tanto, si no aceptarlo con honor.
-¿Qué hay de
honor en él?- respondió Rhaegar abriendo los ojos y clavando su mirada en los
de ella- Solo furia.
El silencio
regresó, más incómodo que antes, su sola presencia provocaba estremecimientos
en el pequeño cuerpo de la mujer Stark. Se preguntaba que deseaba Rhaegar y si
su presencia era tan inocente como parecía.
-Vuestros
hermanos hablan de honor y lealtad y no se llenan la boca con ellos como otros
caballeros, los cumplen y los sirven. Los reyes del norte-se quedó
momentáneamente callado, con la mirada fija puesta en el bosque- fríos como el
hielo, pero con entereza. Merecéis algo mejor, Lyana.
-¿Como qué?
-Cualquier
vasallo menor de vuestro padre, quizás su dote no sea tan buena como la de Lord
Baratheon pero os llevará por encima de las nubes. Incluso si queréis puedo
buscaros yo uno… tengo algunos vasallos jóvenes y apuestos que estarían
deseosos de serviros, por ejemplo Jaime Lannister, futuro señor de Roca
Casterly.
Ella se llevó la
mano a la boca y rió suavemente, dejando de tocar inmediatamente, como si algo
en todo aquello le pareciera divertido. Pero dejó de sonreír en cuánto Rhaegar
pronunció las siguientes palabras, acariciando con su dedo índice los labios de
Lyana:
-Veniros conmigo
a Dorne. En la Torre de la Alegría jamás volveréis a llorar.
RHAEGAR TARGARYEN
Los días habían
pasado veloces como el viento, como el caballo del príncipe del reino, que
cabalgaba millas a medida que el dragón devoraba a sus contrincantes en el
torneo. Uno a uno todos los contendientes fueron rindiéndose frente a la
fiereza de Rhaegar que parecía disfrutar de la sangre que vertía sobre los
campos donde se celebraban las justas.
El último
contrincante le observó con atención mientras los escuderos le preparaban las
armas, su tamaño era imponente, al igual que su casco: unos cuernos de ciervo
largos y puntiagudos, como la punta de su lanza. En la sobrevesta: un ciervo
rampante sobre campo amarillo.
Robert Baratheon
y Rhaegar Targaryen se encontraron en la final bajo la lluvia que volvía a caer
sobre el acantilado como un preludio de lo que sucedería un año después. Ciervo
contra dragón, fuego contra tierra, sangre contra furia. El amor de los dos por
una misma persona encontrados bajo la cascada de agua.
El fuego del
dragón no se apagó cuando galopó hacia él, el grito dirigido a ella fue
acallado por un trueno que hizo retumbar la tierra, intentó matarlo, lo
intentó, pero los siete dioses fueron clementes y el ciervo quedó tirado en el
barro, malherido pero vivo. Pensó en destruirlo, su padre le protegería y quizás
las cosas hubieran sido diferentes. Pero en vez de ello se quitó el casco y los
cabellos blancos cayeron como una cascada sobre sus hombros. Mojado pero
contento se dirigió hacia sus sirvientes que le entregaron una corona de flores
y dirigiéndose hacia el palco donde todos los nobles esperaban, se acercó a
Lyana y dijo en voz alta:
-Yo os corono,
Lyana, Reina de la Belleza y del Amor, para que llevéis ese allí donde vayáis.
El grito de
Robert desde el suelo fue su último triunfo….
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